lunes, 22 de julio de 2013

CARTA A LOS ESPAÑOLES AMERICANOS


¿Qué descontento no manifestaron los españoles, cuando algunos flamencos, vasallos como ellos, y demás compatriotas de Carlos V, ocuparon algunos empleos públicos en España? ¿Cuánto no murmuraron? ¿Con cuántas solicitudes y tumultos no exigieron, que aquellos extranjeros fuesen despedidos, sin que su corto número, ni la presencia del monarca, pudiesen calmar la inquietud general? El miedo de que el dinero de España pasase a otro país, aunque perteneciente a la misma monarquía, fue el motivo que hizo insistir a los españoles con más calor en su demanda.
¡Qué diferencia no hay entre aquella situación momentánea de los españoles y la nuestra de tres siglos acá! Privados de todas las ventajas del gobierno, no hemos experimentado de su parte sino los más horribles desórdenes y los más graves vicios. Sin esperanza de obtener jamás ni una protección inmediata, ni una pronta justicia a la distancia de dos a tres mil leguas; sin recursos para reclamarla, hemos sido entregados al orgullo, a la injusticia, a la rapacidad de los ministros, tan avaros, por lo menos, como los favoritos de Carlos V. Implacables para con unas gentes que no conocen y que miran como extranjeras, procuran solamente satisfacer su codicia con la perfecta seguridad de que su conducta inicua será impune o ignorada del soberano. El sacrificio hecho a la España de nuestros más preciosos intereses, ha sido el mérito con que todos ellos pretenden honrarse para excusar las injusticias con que nos acaban. Pero la miseria en que la España misma ha caído, prueba que aquellos hombres no han conocido jamás los verdaderos intereses de la nación, y que han procurado solamente cubrir con este pretexto sus procedimientos vergonzosos; y el suceso ha demostrado que nunca la injusticia produce frutos sólidos. A fin de que nada faltase a nuestra ruina y a nuestra ignominiosa servidumbre, la indigencia, la avaricia y la ambición han suministrado siempre a la España un enjambre de aventureros, que pasan a la América resueltos a desquitarse allí con nuestra sustancia de lo que han pagado para obtener sus empleos. La manera de indemnizarse de la ausencia de su patria, de sus penas y de sus peligros, es haciéndonos todos los males posibles. Renovando todos los días aquellas escenas de horrores que hicieron desaparecer pueblos enteros, cuyo único delito fue su flaqueza, convierten el resplandor de la más grande conquista en una mancha ignominiosa para el nombre español.
Cuando el virrey don Francisco de Toledo, aquel hipócrita feroz, determinó hacer perecer al único heredero directo del Imperio del Perú, para asegurar a la España la posesión de aquel desgraciado país, en el proceso que se instauró contra el joven e inocente Inca Túpac Amaru, entre los falsos crímenes con que este príncipe fue cargado, "se acusa, dice Garcilaso, a los que han nacido en el país de madres indias y padres españoles conquistadores de aquel imperio; se alegaba de que habían secretamente convenido con Túpac Amaru, y los otros Incas, de excitar una rebelión en el reino, para favorecer el descontento de los que eran nacidos de la sangre real de los Incas, o cuyas madres eran hijas, sobrinas, o primas hermanas de la familia de los Incas, y los padres españoles y de los primeros conquistadores que habían adquirido tanta reputación; que estos estaban tan poco atendidos, que ni el derecho natural de las madres, ni los grandes servicios y méritos de los padres, les procuraban la menor ventaja, sino que todo era distribuido entre parientes y amigos de los gobernadores, quedando aquellos expuestos a morir de hambre, si no querían vivir de limosna, o hacerse salteadores de caminos, y acabar en una horca. Estas acusaciones siendo hechas contra los hijos de los españoles, nacidos de mujeres indias, estos fueron cogidos, y todos los que eran de edad de 20 años y más, capaces de llevar armas, y que vivían entonces en el Cuzco, fueron aprisionados. Algunos de ellos fueron puestos al tormento para forzarlos a confesar aquello de que no había pruebas ni indicios. En medio de estos furores y procedimientos tiránicos, una india, cuyo hijo estaba condenado a la cuestión, vino a la prisión y, elevando su voz, dijo: Hijo mío, pues que se te ha condenado a la tortura, súfrela valerosamente como hombre de honor, no acuses a ninguno falsamente, y Dios te dará fuerzas para sufrirla; él te recompensará de los peligros y penas que tu padre y sus compañeros han sufrido para hacer este país cristiano, y hacer entrar a sus habitantes en el seno de la Iglesia ... Esta exhortación magnánima, proferida con toda la vehemencia de que aquella madre era capaz, hizo la más grande impresión sobre el espíritu del Virrey, y le apartó de su designio de hacer morir aquellos desdichados. Sin embargo, no fueron absueltos, sino que se les condenó a una muerte más lenta, desterrándolos a diversas partes del Nuevo Mundo. Algunos fueron también enviados a España.
La reunión de los reinos de Castilla y de Aragón, como también los grandes Estados que al mismo tiempo tocaron por herencia a los reyes de España, y los tesoros de las Indias, dieron a la corona una preponderancia imprevista y tan fuerte, que en muy poco tiempo trastornó todos los obstáculos que la prudencia de nuestros abuelos había opuesto para asegurar la libertad de su descendencia. La autoridad real, semejante al mar cuando sale de sus márgenes, inundé toda la monarquía, y la voluntad del rey y de sus ministros se hizo la ley universal.
Una vez establecido el poder despótico tan sólidamente, la sombra misma de las antiguas Cortes no existió más, no quedando otra salvaguardia a los derechos naturales, civiles y religiosos de los españoles que la arbitrariedad de los ministros o las antiguas formalidades de justicia llamadas vías jurídicas. Estas últimas se han opuesto algunas veces a la opresión de la inocencia, sin estorbar por eso el que se verificase el proverbio de que allá van leyes donde quieren reyes,
Una invención dichosa sugirió al fin el medio más fecundo para desembarazarse de estas trabas molestas. La suprema potencia económica y los motivos reservados en el alma real (expresiones que asombrarán la posteridad), descubriendo al fin la vanidad y todas las ilusiones del género humano sobre los principios eternos de justicia, sobre los derechos y deberes de la naturaleza y de la sociedad, han desplegado de un golpe su irresistible eficacia sobre más de cinco mil ciudadanos españoles. Observad que estos ciudadanos estaban unidos en cuerpo, que a sus derechos de sociedad en calidad de miembros de la nación, unían el honor de la estimación pública merecida por unos servicios tan útiles como importantes.
El progreso de la grande revolución que acabamos de bosquejar, y que se ha perpetuado hasta nosotros en la constitución y gobierno de España, es conforme con la historia nacional. Pasemos ahora al examen de la influencia que nosotros debemos esperar o temer de esta misma revolución.
Cuando las causas conocidas de un mal cualquiera se empeoran sin relajación, sería una locura esperar de ellas el bien. Ya hemos visto la ingratitud, la injusticia y la tiranía, con que el gobierno español nos acaba desde la fundación de nuestras colonias, esto es cuando estaba él mismo muy lejos del poder absoluto y arbitrario a que ha llegado después. Al presente que no cono ce otras reglas que su voluntad, y que está habituado a considerar nuestra propiedad como un bien que le pertenece, todo su estudio consiste en aumentarle con detrimento nuestro, coloreando siempre, con el nombre de utilidad de la madre patria, el infame sacrificio de todos nuestros derechos y de nuestros más preciosos intereses. Esta lógica es la de los salteadores de caminos, que justifica la usurpación de los bienes ajenos, con la utilidad que de ella resulta al usurpador.
La expulsión y la ruina de los jesuitas no tuvieron, según toda apariencia, otros motivos que la fama de sus riquezas. Mas éstas hallándose agotadas, el gobierno, sin compasión a la desastrada situación a que nos había reducido, quiso aún agravarla con nuevos impuestos, particularmente en la América Meridional, en donde en 1780 costaron tanta sangre al Perú. Gemiríamos aún bajo esta nueva presión, si las primeras chispas de una indignación, sobrado tiempo reprimida, no hubieran forzado a nuestros tiranos a desistirse de sus extorsiones. ¡Generosos Americanos del Nuevo Reino de Granada! ¡Si la América Española os debe el noble ejemplo de la intrepidez que conviene oponer a la tiranía, y el resplandor que acompaña a su gloria, será en los fastos de la humanidad que se verá grabado con caracteres inmortales, que vuestras armas protegieron a los pobres indios, nuestros compatriotas, y que vuestros diputados estipularon por sus intereses con igual suceso que por los vuestros! ¡Pueda vuestra conducta magnánima servir de lección útil a todo el género humano!
¿Qué diría la España y su gobierno si insistiésemos seriamente en la ejecución de este bello sistema? ¿Y para qué insultamos tan cruelmente hablando de unión y de igualdad? Sí, igualdad y unión, como la de los animales de la fábula; la España se ha reservado la plaza del león. ¿Luego no es sino después de tres siglos que la posesión del Nuevo Mundo, nuestra patria, nos es debida, y que oímos hablar de la esperanza de ser iguales a los españoles de Europa? ¿ Y cómo y por qué título habríamos decaído de aquella igualdad? ¡Ah! nuestra ciega y cobarde sumisión a todos los ultrajes del gobierno, es la que nos ha merecido una idea tan despreciable y tan insultante. Queridos hermanos y compatriotas, si no hay entre vosotros quien no conozca y sienta sus agravios más vivamente que yo podría explicarlo, el ardor que se manifiesta en vuestras almas, los grandes ejemplos de vuestros antepasados, y vuestro valeroso denuedo, os prescriben la única resolución que conviene al honor que habéis heredado, que estimáis y de que hacéis vuestra vanidad. El mismo gobierno de España os ha indicado ya esta resolución, considerándoos siempre como un pueblo distinto de los españoles europeos, y esta distinción os impone la más ignominiosa esclavitud. Consintamos por nuestra parte a ser un pueblo diferente; renunciemos al ridículo sistema de unión y de igualdad con nuestros amos y tiranos; renunciemos a un gobierno, cuya lejanía tan enorme no puede procurarnos, aun en parte las ventajas que todo hombre debe esperar de la sociedad de que es miembro; a este gobierno que, lejos de cumplir con su indispensable obligación de proteger la libertad y seguridad de nuestras personas y propiedades, ha puesto el más grande empeño en destruirlas, y que en lugar de esforzarse a hacernos dichosos, acumula sobre nosotros toda especie de calamidades. Pues que los derechos y obligaciones del gobierno y de los súbditos son recíprocas, la España ha quebrantado, la primera, todos sus deberes para con nosotros: ella ha roto los débiles lazos que habrían podido unimos y estrecharnos.
La naturaleza nos ha separado de la España con mares inmensos. Un hijo que se hallaría a semejante distancia de su padre sería sin duda un insensato, si en la conducta de sus más pequeños intereses esperase siempre la resolución de su padre. El hijo está emancipado por el derecho natural; y en igual caso, un pueblo numeroso, que en nada depende de otro pueblo, de quien no tiene la menor necesidad, ¿deberá estar sujeto como un vil esclavo?
JUAN PABLO VISCARDO Y GUZMÁN

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